Por: William Ospina
10 de febrero de 2024 – 09:00 p. m.
Uno de los espejismos del poder es pensar que no hay nadie más, que
no puede haber nadie más, que solo lo que pase por nuestra mente
puede tener lugar en el mundo. Pero gobernar es dialogar con la
realidad o estrellarse aparatosamente contra ella. Y Petro,
encaminándose resueltamente hacia la mitad de su mandato, sí que
debería pensar en ello.
A Colombia no le conviene un fracaso de Petro: le daría la
oportunidad a la cínica dirigencia colombiana tradicional de echarle
la culpa de todo lo que pasa, y de ofrecerse, ella, que engendró todo
esto, como la tabla de salvación. Ya veo a los Uribe y a los Santos, a
los Pastrana y a los Gaviria, saliendo a agitar sus trapos rojos y azules
y negros ante el fracaso de lo último que aparentemente le quedaba a
Colombia por ensayar: el gobierno de la izquierda, o, más bien, de la
guerrilla desmovilizada.
A mí, ni me emocionó la exguerrilla cuando estaba en el monte, ni me
emociona ahora, cuando cree estar en el poder, pero me emocionan
menos los terratenientes sin voluntad productiva, ese escudo de armas
del peor feudalismo, los empresarios sin vocación empresarial, o los
políticos de todos los bandos que parasitan del sistema corrupto, y que
son la cereza en el pastel de la democracia de fachada que es
Colombia desde hace más de 100 años.
Por eso pienso que Petro no debería fracasar: debería abrir por fin el
horizonte de una democracia un poco más creíble, pero qué lejos está
su retórica de ese sueño. Petro parece ser su principal enemigo. Sus
fanáticos venden como grandes cambios históricos hacer colegios,
llevar agua a alguna comunidad, no disparar la inflación, no generar
desabastecimiento, lo que cualquier gobierno tradicional tendría que
esmerarse por hacer para que no lo critiquen.
Pero en cambio pacta con la vieja politiquería a cambio de que le
aprueben, y quién sabe si lo harán, unas reformas que no son ni mucho
menos los cambios de fondo que el país necesita; en vez de luchar
contra el derroche lo tolera sin pudor; no recorta la burocracia sino
que la amplía; no acaba con los trámites que paralizan toda iniciativa;
negándose a emprender una revolución productiva, acepta no solo
vivir del modelo fiscal existente sino seguir exprimiendo a la clase
media que tributa; no le da otro protagonismo a los excluidos que
convertirse en marejadas callejeras para disuadir a sus contradictores;
y toma los previsibles ataques de la oposición como una blasfemia,
cuando es lo que hacen desde que el mundo es mundo todos los
opositores. Un capitán de barco tiene el deber de maniobrar en la
tempestad: nadie le hará una estatua por gritar todo el tiempo que los
vientos están en contra.
Hay en el gobierno muchos que adoran los puestos públicos, que no
desconfían de la burocracia, que entran en éxtasis con los carros
blindados, que saben para qué sirve la mermelada y qué poder
engendra el asistencialismo; muchos que hacen degustación continua
de las mieles del poder, y que matonean a todo el que no esté de
acuerdo con ellos, aunque los critique con lealtad, por ganas de que
les vaya bien.
Pero el deber de todo gobierno es respetar a la oposición y protegerla:
nada es más antidemocrático que el matoneo hacia los que no
comparten su cartilla. Yo nunca oculté mi simpatía por Chávez, pero
los chavistas saben que siempre critiqué su costumbre de descalificar
a los adversarios e incluso de insultarlos. La fanfarrona palabra
“escuálidos” me pareció siempre el paso fatal por el que se
precipitarían al abismo.
Porque las bodegas de áulicos oficiales suelen ser infames: no refutan
lo que se dice, su oficio es descalificar al que habla, ejercer eso que la
jerga de este tiempo llama “la cultura de la cancelación” pero que es
viejo como la inquisición y como el maniqueísmo: “el que no está
conmigo está contra mí, y el que no está completamente conmigo es
un tibio al que hay que lapidar, porque esta es la iglesia fuera de la
cual no hay salvación”.
Creo ser alguien que respeta y argumenta; puedo equivocarme, pero
procuro no ofender: sé que respetar al adversario engrandece el
debate. Ellos recuerdan que alguna vez dijimos algo con lo que no
están de acuerdo, y eso invalida para siempre nuestra opinión.
Prosiguen su carnaval sin advertir que se va convirtiendo en
procesión, y que podría también convertirse en la caravana de
despedida de los sueños de una época.
Lula acaba de anunciar un proyecto de 60.000 millones de dólares
para reindustrializar al Brasil. Eso aquí son 240 billones de pesos,
pero ya que somos una cuarta parte del Brasil, serían como 60
billones. Tal vez algo así costaría volver de verdad productivo el
campo colombiano, con la participación decisiva del sector
cooperativo. El gobierno más bien piensa en darles 60 billones a los
terratenientes a cambio de 3 millones de hectáreas, y ya no tener ni el
tiempo para distribuirlas ni los recursos para hacerlas productivas.
Y eso sí: seguir la ruta de Uribe y su prosperidad social, de repartir
recursos a cambio de nada. Yo creo que es importante poner recursos
en manos de la gente, pero hay una diferencia entre la beneficencia,
que crea seres pasivos y dependientes, y el ingreso social, que
engendra compromiso y ética del trabajo.
No será persistiendo en el estilo burocrático, clientelista,
manzanillesco y lleno de trámites del Frente Nacional; no será
manteniendo en su trono la politiquería, como se cambie el rumbo de
este país y se impida que vuelvan los viejos artífices de tanto daño.
Pero a Petro ya no le va quedando tiempo para escoger. Si no se aplica
a producir cambios reales, profundos, provechosos, arriesgados, que
la gente perciba como realizaciones necesarias en un país tan postrado
por las injusticias y las corrupciones, me temo que no le va a quedar
más recurso que extremar su oratoria, y rellenar de palabras, apenas
emotivas, los vacíos de su acción. Para eso se utilizó siempre el
lenguaje en nuestra vida política, no para nombrar las cosas sino para
reemplazarlas, no para dialogar con la realidad sino para inventarse
una que resulte más tranquilizadora.
Por supuesto que la oposición no quiere a Petro, pero estoy seguro de
que no les conviene derribarlo: les interesa más que su gobierno se
vaya gastando en errores y escándalos, y beneficiarse de ese desgaste.
Petro se trenza en peleas triviales y se queja de lo que todos sabíamos
desde el primer momento: que medio país no estaba con él. Pero a
buena parte de ese medio país, que también está insatisfecho, podría
ganárselo con acciones reales. En cambio, a su propia gente podría
perderla si insiste en olvidar que él es el presidente, con un enorme
poder de transformación en sus manos, y se sigue comportando como
un pobre indefenso al que los otros no dejan gobernar.