Brasil, con su inmenso territorio, abundantes recursos naturales, gran población y peso económico, reúne condiciones objetivas para proyectarse como una gran potencia mundial. A lo largo de su historia reciente, ha buscado una inserción internacional autónoma, alejándose del alineamiento automático con Estados Unidos y apostando por una política exterior pragmática y diversificada. En las décadas de 1970 y 1980, Brasil fortaleció sus vínculos con Europa, normalizó relaciones con China y la Unión Soviética, apoyó procesos de descolonización africanos y redefinió sus prioridades geopolíticas, enfocándose en la región amazónica como zona estratégica.
Con la redemocratización de Sudamérica y la superación de las rivalidades con Argentina, Brasil se convirtió en el principal impulsor de la integración regional. La Constitución de 1988 consagró este compromiso y, desde entonces, el país ha liderado la creación de mecanismos como el MERCOSUR, la UNASUR y la CELAC. En ese proceso, Brasil demostró capacidad para construir consensos, como lo hizo durante la fundación del Consejo de Defensa Suramericano (CDS), promoviendo la cooperación militar, la industria regional de defensa y operaciones de paz conjuntas.
Sin embargo, desde el fin de la misión de estabilización en Haití (MINUSTAH) y el colapso institucional de la UNASUR, Brasil ha experimentado una reducción notable de su influencia regional. Paralelamente, ha buscado fortalecer su presencia global por medio de nuevas estrategias: se convirtió en socio estratégico extra-OTAN en 2019, ha incrementado su participación en los BRICS y asumió en 2020 la presidencia del Nuevo Banco de Desarrollo. Estas acciones reflejan un claro pragmatismo que le ha permitido mantener buenas relaciones con potencias rivales como Estados Unidos, China, Rusia y la Unión Europea.
A pesar de esos avances, la falta de una base de legitimidad regional limita sus aspiraciones globales. El intento de relanzar la UNASUR en 2023, mediante el Consenso de Brasilia, no logró consolidarse, y solo tres países volvieron a integrarse al bloque. Además, el debilitamiento de los mecanismos regionales ha dado paso al retorno de la OEA como actor principal bajo liderazgo estadounidense, reduciendo la autonomía estratégica de América Latina.
Por ello, para que Brasil logre consolidarse como potencia global y eventualmente aspirar a un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, resulta fundamental reconstruir un mecanismo sudamericano de gobernanza regional. Una estructura revitalizada, inspirada en la experiencia de la UNASUR, permitiría avanzar en la articulación política, la cooperación en defensa y seguridad, la integración de infraestructuras (como los corredores bioceánicos hacia el Pacífico), la lucha coordinada contra el crimen organizado y el fortalecimiento de la industria de defensa regional.
En suma, la proyección global de Brasil depende estrechamente de su capacidad para ejercer liderazgo efectivo en Sudamérica. Sin una plataforma regional sólida que lo respalde, sus ambiciones globales seguirán enfrentando límites estructurales y políticos. Recuperar esa base de apoyo regional no solo consolidaría su posición como potencia emergente, sino que lo posicionaría como interlocutor legítimo de América Latina en los principales foros de gobernanza mundial.